La Natividad de Jesús.
Visión de la Beata Ana Catalina Emmerich.
En proceso de Canonización, Alemania 1820
XXX
Visitación de María a Isabel
Algunos días después de la Anunciación del Ángel a María, José volvióse a Nazaret e hizo ciertos arreglos en la casa para poder ejercer su oficio y quedarse, pues hasta entonces sólo había permanecido dos días allí. Nada sabía del misterio de la Encarnación del Verbo en María. Ella era la Madre de Dios y era la sierva del Señor y guardaba humildemente el secreto. Cuando la Virgen sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo un gran deseo de ir a Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel, que según, las palabras del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.
Acercándose el tiempo en que José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de Pascua, quiso acompañarle con el fin de asistir a Isabel durante su embarazo. José, en compañía de la Virgen Santísima, se puso en camino para Juta. Él camino se dirigía al Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba María de vez en cuando. Este asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente a José, dentro de la cual había un largo vestido pardo con una especie de capuz. María se ponía este traje para ir al Templo o a la sinagoga. Durante el viaje usaba una túnica parda de lana, un vestido gris con una faja por encima, y cubría su cabeza una cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez. Después de haber atravesado la llanura de Esdrelón, los vi trepar una altura y entrar en la ciudad, de Dotan, en casa de un amigo del padre de José. Este era un hombre bastante acomodado, oriundo de Belén. Él padre de José lo llamaba hermano a pesar de no serlo: descendía de David por un antepasado que también fue rey, según creo, llamado Ela, o Eldoa o Eldad, pues no recuerdo bien su nombre.
Dotan era una ciudad de activo comercio. Luego los vi pernoctar bajo un cobertizo. Estando aún a doce leguas de la casa de Zacarías pude verlos otra noche en medio de un bosque, bajo una cabaña de ramas toda cubierta de hojas verdes con hermosas flores blancas. Frecuentemente se ven en este país al borde de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y algunas construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar o refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo. Una familia de la vecindad se encarga de la vigilancia de varios de estos lugares y proporciona las cosas necesarias mediante una pequeña retribución. No fueron directamente de Jerusalén a Juta. Con el fin de viajar en la mayor soledad dieron una vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una pequeña ciudad, a dos leguas de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús anduvo durante sus años de predicación. Más tarde tuvieron que pasar dos montes, entre los cuales los vi descansar una vez comiendo pan, mezclando con el agua parte del bálsamo que habían recogido durante el viaje. En esta región el país es muy montañoso.
Pasaron junto a algunas rocas, más anchas en su parte superior que en la base; había en aquellos lugares grandes cavernas, dentro de las cuales se veían toda clase de piedras curiosas. Los valles eran muy fértiles. Aquel camino los condujo a través de bosques y de páramos, de prados y de campos. En un lugar bastante cerca del final del viaje noté particularmente una planta que tenía pequeñas y hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por nueve campanillas cerradas de color de rosa. Tenía allí algo en qué debía ocuparme; pero he olvidado de qué se trataba.
La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torno de la cual había un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de Pascua. He visto a Isabel caminando, bastante alejada de su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible. Allí la encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en que se encontraba. Élla dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla.
Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal idea y por signos y escribiendo en una tablilla, le decía cuán poco verosímil era que una recién casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento. Juntos volvieron a su casa. Isabel no podía desechar esa idea fija, habiendo sabido en sueños que una mujer de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo Eterno, del Mesías prometido. Pensando en María concibió un deseo muy grande de verla y la vio, en efecto, en espíritu que venía hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa, mirando hacia el camino por si llegaba María. Pronto se levantó y salió a su encuentro por el camino.
Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos bellos; la cabeza la llevaba velada. Sólo conocía a María por las voces y la fama. María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente a la distancia. Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad, cuyos habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y conmovidos por cierta dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel. Se saludaron amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual recibió una impresión maravillosa. No se detuvieron en presencia de los hombres, sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el patio interior.
En el umbral de la puerta, Isabel dio nuevamente la bienvenida a María y luego entraron en la casa. José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con mucha humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde que el ángel se le había aparecido en el Templo.
María e Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo regocijo. Se retiró Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de humildad, de júbilo y entusiasmo, exclamó: «Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Pero de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a visitarme?… Porque he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído; lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!»
Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada, para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje. Sólo había que dar unos pasos para llegar hasta allí. María dejó el brazo de Isabel, cruzó las manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat: «Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador. Porque miró a la bajeza de su sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho grandes cosas conmigo el Todopoderoso, y santo es su Nombre. Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo valentías con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de su corazón. Quitó a los poderosos de los tronos y levantó a los humildes. A los hambrientos hinchó de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. Como habló a nuestros padres, a Abrahán y a su simiente, para siempre».
Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de María. Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de poca altura. Sobre ésta había un vaso pequeño.
¡Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada muy cerca de María! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!
Tomado de
http://www.capillacatolica.org/NacimientoDeJesus.html#Visitacion